Una tarde
cualquiera de hace unos años, una amiga nuestra que vive en un pueblecito cera
de Barcelona, nos llamó para invitarnos a cenar. Unos amigos de ella tenían
todos los ingredientes para cocinar una buena paella.
Después de
hablarlo Nefer, Carmen y yo, decidimos que media hora de coche de ida y media
hora de coche de vuelta total para cenar una paella no nos compensaba. Como
nuestra amiga insistió mucho en que sus amigos nos querían conocer, Nefer le dio
la solución. Que cogieran ellos los bártulos, o sea, la paellera y todos los
ingredientes y que fueran ellos los que bajaran a Barcelona, que ella ponía la
casa y ellos cocinaban.
Total que
los amigos de nuestra amiga, ni cortos
ni perezosos aceptaron la idea y se pusieron en
marcha para venir a casa de Nefer a cocinar la paella y a conocernos. Nosotras
tres nos arreglamos un poco, o sea seguro que nos pintamos como unas puertas,
eso de cenar con hombres que estuvieran interesados en conocernos no pasaba
cada día.
Estábamos
ya las tres en casa de Nefer esperando a los nuevos invitados y a nuestra amiga
tomando el aperitivo, cuando sonó el timbre, ya habían llegado.
Al abrir la
puerta es cuando empezó lo bueno. Entró nuestra amiga y detrás de ella venían cuatro
hombres con la paellera, las bolsas con los ingredientes y una bombona de
butano. Nuestro careto al ver la bombona de butano os lo podéis imaginar. El
ataque de risa que nos entró al verles de esta guisa fue demasiado. No podíamos
parar de reír mientras en plan de guasa les explicábamos que en la ciudad teníamos
gas en las casas, que aquí también cocinábamos.
La verdad
es que ya no me acuerdo como estaba la paella, pero lo que si me acuerdo es que
bebimos bastante y nos reímos mucho y creo que hasta acabamos hablando en swahili,
idioma que después de unas copas lo hablas de carretilla.
Ni que
decir tiene que nunca mas los volvimos a ver, pero siempre que nos acordamos de
esa cena y sobre todo del momento de abrir la puerta y verles con la bombona de
butano nos volvemos a reír.